
EN UNA DE NUESTRAS primeras citas, mi marido bostoniano me presentó en broma a sus amigos diciendo: “Esta es María, mi novia mexicana de Venezuela”. Solo un amigo mexicano en común se rió. Nuestros otros amigos compartieron una mirada incómoda, sin saber cómo reaccionar. Pero cuando vieron que yo me reía, también lo hicieron. Inmediatamente sentimos una conexión y aún somos amigos, 10 años después.
“La risa es la distancia más corta entre dos personas”, dijo una vez el cómico y pianista Víctor Borge. No podría estar más de acuerdo. El irreverente sentido del humor de mi marido es una de las muchas razones por las que me enamoré de él. También creo que la risa es la distancia más corta entre dos culturas, dos países, dos comunidades. Eso me enamoró de Boston, no solo porque los bostonianos y los venezolanos comparten un sentido del humor similar, sino también porque fue en Boston donde aprendí a reírme de mí misma.
Antes de mudarme a Estados Unidos era demasiado seria. Tenía sentido del humor –o eso me gustaba creer–, pero no sabía realmente cómo reírme de mí misma. En mayo de 2006, tenía 29 años y vivía en Caracas. Era profesora de “Creatividad” y “Técnicas de Creatividad” en dos respetadas universidades de Venezuela. Acababa de ser ascendida a “Directora de Servicios Creativos” en la productora de televisión más antigua del país. Al ascender posiciones en la empresa, rara vez cometía errores.
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En enero de 2007, por algunos giros inesperados del destino, dejé mis trabajos y mi país y me encontré viviendo en el lugar más frío en el que había estado. Sí, Boston era helado y mi “chaqueta de invierno” comprada en Venezuela no era lo bastante abrigada. Pero no me centré en eso. Me centré en los pequeños milagros cotidianos a los que no estaba acostumbrada: Abrí la llave y empezó a salir agua potable. Encendí un interruptor y hubo luz. Envié un cheque por correo y llegó a su destino. Aún hoy, todavía me maravillan esos (y otros mil) pequeños milagros diarios. Estaba helada, pero era feliz… hasta que empecé a cometer errores.
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Mi primer error fue enviar un currículum con mi edad y una foto, práctica común en Venezuela. Pero después de perder algunas oportunidades, me di cuenta de que esto no era común aquí en los Estados Unidos. Luego cometí el error de aplicar a grandes empresas, pero los puntos fuertes de mi currículum como “Cinesa” o “Televen” no significaban nada para los reclutadores de aquí. Recibí muchos rechazos. Y entonces, cometí el error que me enseñó a reírme de todos mis otros errores, pasados y futuros.
Era abril de 2007. Por fin había encontrado un trabajo como profesora de español para alumnos de secundaria en un colegio católico privado de Quincy. Era la cuarta profesora que tenían ese año. Un día, durante una de mis primeras clases con los alumnos de sexto grado, los chicos estaban muy revoltosos, así que les grité en inglés: “Focus!“ (¡Vamos, chicos, se tienen que concentrar!”) Pero con mi acento en inglés, sonó como la palabrota con “f”. La clase se quedó en silencio.
Fue entonces cuando supe que había hecho algo mal. Los niños de secundaria no se callan solo porque un profesor se lo pida.
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“¿Perdón?”, preguntó uno de los niños, tímidamente.
Lo repetí, con énfasis, y me señalé con los dedos índices las dos sienes. “Tienen que concentrarse, presten atención”.
Un enorme suspiro de alivio resonó en la sala. “¡Oh!”, dijo uno de los niños, amablemente. “Enfocarse”.
Ya está, otra vez desempleada, pensé, pero no pude evitar reírme ante otro error. Todos los niños empezaron a reírse también. Creo que ese fue el día en que el español se convirtió en su clase favorita, y definitivamente fue el día en que me di cuenta de que, por mucho que lo intentara, iba a seguir cometiendo errores verbales, culturales, sociales y profesionales en mi nuevo país.
Inmigrar es una experiencia de humildad. No importa por qué o en qué circunstancias te traslades a otro país, siempre te enseña lecciones y te hace empezar de cero en aspectos que ni siquiera esperabas (como cuando necesité terapia y me di cuenta de que no sabía expresar realmente mis sentimientos en un idioma extranjero).
Ahora trabajo en Linguistica 360 en Cambridge, donde producimos el podcast “News in Slow Spanish” (además de en francés, italiano y alemán). Lo que más me gusta es la diversidad de nuestro equipo: Alemania, Argentina, España, Estados Unidos, Francia, Italia, México, Perú, Rusia, Suecia y Venezuela están representados. Algunos de mis colegas nacieron y se criaron aquí, otros llegaron como refugiados, otros se mudaron aquí a una edad más avanzada y tuvieron que aprender inglés desde cero. En los ocho años que llevo trabajando allí, ni uno solo ha renunciado. Quizá sea porque todos tenemos esas dos cosas en común: estamos profundamente agradecidos por la nueva oportunidad que nos dio la vida, y sabemos reírnos de nosotros mismos y de los demás. Esto, para mí, es la definición de una comunidad, no importa de dónde vengas o dónde estés.
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María Eugenia Mayobre es una escritora y guionista venezolana que vive en Watertown. Su primera novela, El Mordisco de la Guayaba, se publicó en español y francés y se está desarrollando como serie de televisión.